LA PAZ DEL QUE VIENE
“El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo, para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4). En este tercer canto sobre el siervo de Dios, lo vemos como un discípulo fiel. Por una parte, escucha con atención la palabra de Dios. Y, por otra, la trasmite sin temor, a pesar de los ultrajes que por ello recibe.
Esa imagen anticipa ya la de Jesús, el discípulo que escucha la palabra de su Padre. Es más: él es la misma Palabra de Dios, que anuncia la salvación y está dispuesto a morir por mantenerse fiel a esa misión.
El salmo responsorial recoge una antigua oración que los evangelios pondrán en boca de Jesús crucificado: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado” (Sal 21). Hay que leerlo entero para ver que ese grito desemboca finalmente en la esperanza.
San Pablo, por su parte, recuerda a los fieles de la ciudad de Filipos que Cristo, siendo de condición divina, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz (Flp 2,6-11). Con ese recuerdo del Salvador, humillado por los hombres y exaltado por Dios, comenzamos la Semana Santa.
EL DUEÑO DEL POLLINO
En este domingo de Ramos se lee la pasión de Jesús según san Lucas (Lc 23,2-49). Pero antes, al inicio de la procesión, se proclama el texto evangélico de la entrada del Señor en Jerusalén (Lc 19,28-40). Al leerlo, nos asalta siempre una curiosidad y nos estimula una advertencia de Jesús.
• En primer lugar, nos preguntamos a quién pertenecía el pollino que los discípulos habían de ir a buscar, por orden de su Maestro. ¿Conocía Jesús al dueño del pollino? ¿Había observado previamente que siempre solía estar atado a la entrada de Betfagé? ¿Trata el evangelista de subrayar que Jesús conoce nuestras posesiones y nuestra disponibilidad?
• En segundo lugar, nos impresiona la respuesta que los discípulos han de dar a quien les pregunte por qué desatan y se llevan el pollino: “El Señor lo necesita”. De nuevo nos preguntamos si el dueño del pollino ya reconocía el señorío de Jesús. Pero al mismo tiempo nos preguntamos si estamos dispuestos a “prestar” al Señor todo lo que él necesita de nosotros.
LA PAZ Y LA GLORIA
Según el texto evangélico, los discípulos que acompañan a Jesús por aquel camino que baja del Monte de los Olivos, prorrumpen en gritos de alegría:
• “Bendito el Rey que viene en nombre del Señor”. La bendición con que eran recibidos los peregrinos (Sal 118,26) es ahora una aclamación que brota de la fe. Pero no llega el reino de David que algunos esperaban. Llega el Rey de Jerusalén, llega nuestro Rey, pero viene como un servidor. El papa Francisco comenta que “viene a nosotros humildemente y con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con Dios y con nosotros mismos”.
• “Paz en el cielo y gloria en las alturas”. Los bienes que los peregrinos deseaban al acercarse a la ciudad de Jerusalén se resumían en el gran don de la paz (Sal 122,8). El evangelista une estos deseos de los discípulos que acompañan a Jesús con la revelación angélica de los dones que aporta a la tierra el nacimiento del Mesías (Lc 2,14). Esa es también nuestra fe. Y ese es nuestro testimonio.
- Señor Jesús, creemos que también en este tiempo tú llegas a nuestra vida y a una sociedad que no te reconoce como el Mesías. Danos luz y fuerza para anunciarte y acogerte como el enviado de Dios que nos trae la paz y la salvación. ¡Bendito seas por siempre, Señor!
José-Román Flecha Andrés
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